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Podcast | Día de Muertos, La Fiesta Que Nos Une

Veinte días duraba la fiesta de muertos en el México prehispánico. Los españoles conquistadores la observaron con horror y admiración, decidieron unirla a las festividades de Santos y Difuntos de noviembre. El resultado fue la magia de un pueblo que no olvida a sus muertos y el fervor de una fe que fusionó a los dos.

Y de pronto un día, el Día de Muertos, se te clava en el corazón: sus colores contrastan con el luto, no hay espacio para la tristeza entre el papel picado, el mole, las velas, las flores y sobre todo el recuerdo; los que ya se fueron, vuelven:

NO SON FANTASMAS, SON ALMAS, SON MEMORIA VIVA EN EL PRESENTE, SON SONRISA, PORQUE EN ESOS DÍAS, MIENTRAS HACEMOS LA OFRENDA, LOS TRAEMOS DE VUELTA…

Simplemente por darles nuestro tiempo; por cambiar la rutina, por mover unos muebles y abrir el espacio, por detener el ajetreo cotidiano y planear… En la ofrenda lo que se pone en en el altar es el corazón.

Origen de la celebración

Fue entre los siglos VIII y IX de nuestra era que la festividad de Todos los Santos se volvió oficial para el mundo católico, pero se han encontrado vestigios de las tradiciones prehispánicas dedicadas a los muertos de hasta 1800 años antes de Cristo.

Estos dos orígenes dan vida al Día de Muertos en México: ambos son milenarios, ambos eran poderosos en el corazón de sus fieles y como dos ríos de cauces profundos, su encuentro se desbordó en una tercera fuerza, donde los dos están incluidos y sus aguas se hicieron una sola.

Eso es México, eso somos nosotros sus habitantes y por algo la Unesco desde 2003 nombró a las festividades del Día de Muertos como “Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad”.

Pero por qué, qué tiene de especial este día que nos secuestra el tiempo y el corazón, mientras hipnotiza a los extranjeros que admiran el folklore de nuestro país: ¿cuánto nos queda de lo prehispánico, cuánto de lo católico? Y ¿por qué en lugar de desvanecerse frente a otras tradiciones como Halloween, la nuestra crece?

Para mí es la raíz profunda de su origen y el sentido más allá de una fiesta es la perpetuidad de la memoria, es el valor de la vida para honrar a la muerte, es comprender que la muerte no es un fin, sino un principio:

Porque esta era la concepción prehispánica, para ellos la vida no comenzaba al nacer, sino al morir, estar vivos era un tránsito y no había un cielo que conquistar con buena obras. La muerte era para todos igual, y los estadíos o mansiones a los que llegaba el espíritu dependían de la causa de su muerte.

Así, por ejemplo había un mundo para los niños, el Xochitlapan, donde los árboles goteaban leche para alimentarlos, los nahuas estaban convencidos de que ellos volverían a la tierra para repoblarla cuando la raza que lo habitara no existiera más.

Tlaloc por su parte, era el dios misericordioso con los ahogados, leprosos o aquellos que habían muerto por el impacto de un rayo o cualquier calamidad relacionada con el agua: el dios les proveía sin más lucha el Tlalocan, la mansión de la Luna, un regalo, un lugar fresco, donde siempre reverdecían las ramas.

La Casa del Sol, era por su parte el lugar al que viajaban los ofrecidos en las piedras de sacrificio, esos que alimentaban a los dioses y por tanto permitían la existencia de todos los demás. Esa muerte era el máximo honor, por eso sus cuerpos sí eran enterrados, al igual que el de los guerreros caídos en batalla y las madres que hubieran muerto en el parto: la mujer era una guerrera más que había dado su vida y por eso merecía la Casa del Sol al igual que los otros acaecidos:

sacrificados, guerreros y mujeres muertas durante el parto eran elevados al firmamento y se convertían en estrellas.

Pero, para todos los demás estaba disponible el Mictlán donde reinaban Mictlantecutli (Señor de la Muerte) y su dualidad Mictecacihuatl (Señora del Reposo y el Descanso). La muerte natural tenía este destino, pero no sin antes tener que cumplir un largo camino de cuatro años de pruebas y desafíos:

Atravesar un río caudaloso
Pasar entre dos montañas que se juntaban
Resistir a vientos helados cortantes como navajas
Defenderse de fieras que los asaltaban para devorar su corazón.

El cuerpo moría, pero el espíritu no, y necesitaba todo tipo de ayudas: vasijas donde llevar agua y sal, ofrendas para los dioses, cacao abundante para lograr su trayecto conectado a su espíritu con fuerza; un perro guía llamado Techichi y ramas de ocote para encender fuego y tener visión.

Así, el cuerpo al morir era vestido con hermosos ropajes, adornado también con plumas y papeles. La cara quedaba cubierta por una máscara de piedra ya fuera natural o de turquesa, las manos y los pies se ataban en posición fetal y entonces comenzaban los cantos, uno tras otro acompañados de tambor y sonaja.

Al alma no se le dejaba sola, no cesaban, la voz acompañaba el desprendimiento, mientras sus restos eran consumidos por el fuego.

Desde esta concepción de la muerte y preparación de los cuerpos y ofrendas con las que eran enterrados o cremados nuestros antepasados, comenzamos a observar los vestigios de los elementos del altar-ofrenda en la actualidad.

Pero además, una vez al año, en el noveno mes del calendario nahua, que equivalía al mes de agosto del gregoriano, se llevaban a cabo las fiestas sagradas de sus muertos. Duraban 20 días, y comenzaban por recordar y honrar a los “muertecitos” por eso se llamaba Miccailhuitontli, diminutivo de muertos.

Es Fray Diego Duran el que las detalla en sus narraciones. Verán la similitud con lo que hoy hacemos: las mujeres preparaban desde la noche anterior tamales y otros guisos, se habían matado aves de corral para compartir; al medio día se ofrecerían flores al sol y desde dos días antes la gente salía a los maizales a buscar distintas especies flores y ramas para hacer guirnaldas y adornar los patios.

El fuego estaba presente todo el tiempo, los cantos también; a Huitzilopochtli, se le hacían figuritas de masa de amaranto y miel, a su pies, se colocaban las ofrendas.

El día más solemne, en esta veintena era el dedicado a los muertos adultos, el Xocoytlhuetzi. había sacrificios humanos y concluía la fiesta con reverencias a los dioses del Mictlán, los de la muerte, la quietud y el reposo.

Se recordaba entonces con rezos especiales que los frutos al estar maduros comienzan a caer y que es el momento de preparar la cosecha. Un ciclo más.

La fiesta prehispánica de los difuntos tenía una relación con la “muerte” de los campos. El calendario ritual que regía a los indígenas estaba entre tejido con el agrícola y dividido en dos partes: la época de sequía y el periodo de lluvia. Esta festividad era el final de un ciclo ritual. Marcaba el tránsito entre la escasez y la abundancia.

Así es, toda festividad prehispánica, como en la gran mayoría de los pueblos de la antigüedad se une el calendario agrícola con la devoción a sus deidades: donde la vida y la muerte están presentes.

Origen católico-cristiano

Y ¿saben cuál es la raíz primaria de la fiesta de Todos los Santos? La misma, la muerte de un ciclo y el principio de otro, parecería que no tienen nada que ver, pero sí.

Los primeros cristianos cuando empezaron a evangelizar a los pueblos, comenzando por los romanos, se dieron cuenta de que había costumbres imposibles de borrar, rituales enclavados en las creencias. Concluyeron que la mejor de las ideas era fusionar esas festividades con las nuevas católicas.

Resulta pues que desde unas diez décadas antes de nuestra era, los pueblos proto-celtas que estaban esparcidos por el norte de Europa, en países como Irlanda y Suecia, e incluso en Galicia, España.

Celebraban entre la noche del 31 de octubre y el primero de noviembre la festividad de Samhain, palabra gaélica (es decir, de lengua celta) que significa “fin del verano”.

Estaba dedicada al dios del sol, LUGH. Para ellos esa noche el año moría para renacer al día siguiente, la línea entre la vida y la muerte era tan delgada que consideraban que la puerta al lugar de los muertos se abría.

Las almas que habían fallecido regresaban esa noche y se les recibía con adornos y comidas. Se hacían grandes hogueras, las puertas de las casas se decoraban y encendían velas para guiar a los difuntos, y de lo más significativo es que los niños se disfrazaban de muertos, tanto buenos como malos, para que así pudieran distraer aquellos que regresaran con malas intenciones.

Esta festividad era entre los Celtas importantísima, pasó de generación en generación: tenía que ver también con el fin de la cosecha, con las noches que se hacían más largas, con la llegada del frío y con quién sobreviviría el invierno.

Cuando la ocupación romana llegó al territorio Celta, estas costumbres se mezclaron con la “Fiesta de la Cosecha” celebrada en honor a la diosa Pomona, la encargada de los árboles, sobretodo de los manzanos.

Esta deidad femenina tenía como una de sus características el cuerno de la abundancia, pero también una guadaña con que la segaba los campos y cumplía con la cosecha, objeto que cambiará después su significado para convertirse en el símbolo que acompaña a La Muerte cuando es personificada como una caldera y su capa negra.

Todo se mezcla entre las culturas. No cabe duda.

El caso es que cuando los sacerdotes católicos llegaron a estas regiones a evangelizar alrededor del siglo IX se dieron cuenta de que su fiesta de Samhain, mezclada con la de la diosa de los árboles Pomona, no iba a desaparecer tan fácil.

Entonces decidieron mover la festividad de Todos los Santos, que se celebraba en mayo para recordar a los mártires muertos por su fe, al mes de noviembre y hacer coincidir las dos fechas que tenían que ver con difuntos.

Fue el Papa Gregorio III el que hizo el audaz movimiento, y Gregorio IV lo extendió a todo el mundo cristiano con carácter obligatorio. Desde entonces la noche de Samhain cambió para ser nombrada como “la víspera de todas las almas” -en inglés sería- “All Hallow´s Eve”, frase que da origen a la palabra Halloween.

Así es que por más que queremos separar el Día de Muertos, y de Todos los Santos de la costumbre que llegó a Norteamérica de niños disfrazados de brujas, zombies o fantasmas pidiendo dulces en las calles, es imposible, porque desde su raíz y los movimientos católicos por hacer coincidir las fechas está su unión.

Por ejemplo, se sabe poco, pero en España desde el siglo XVIII en Asturias, los niños ya pedían comida en las puertas de las casas durante esa noche portando lámparas en sus manos.

Fusión con la tradición prehispánica

Ahora bien, cuál era la costumbre católica-religiosa, cuando se suman los difuntos a los santos y cómo se conecta con lo que hoy hacemos en el Día de Muertos. La costumbre fue evolucionando: primero consistía en ir a la Iglesia a adorar las reliquias de los santos (es decir sus supuestos objetos, así como lo que quedara de sus restos). Después la gente regresaba a su casa donde había montado una mesa adornada con flores, cirios y comida para brindar honor y rezar por el santo de su devoción.

Terminaban haciendo “un día de campo”, juntos, vivos y muertos. Así que la costumbre que tenemos hoy de ir a los panteones y llevar comida, viene de allí.

Por tanto la discusión de si el Día de Muertos es más prehispánico que católico-colonial es inútil, nuestra tradición es un caleidoscopio de herencias.

Los frailes franciscanos movieron la fiesta mexica de los muertos de agosto a noviembre, no existía ninguna festividad prehispánica en esos días, los sacerdotes las hicieron coincidir; las mesas en las casas que eran altar para los santos migraron a ofrendas para los muertos.

Los elementos sagrados para nuestro pueblo quedaron ahí multiplicando su significado: agua (en vasijas), aire (en el papel picado y copal que limpia), tierra (en las flores y los frutos) y fuego (en los cirios); los cráneos de los sacrificados, empalados en tzompantlis, migraron a las calaveras de azúcar con nombre; los tamales siguen presentes, y el mole y por supuesto, las Tabletas de Chocolate Abuelita que significan el cacao que daba fuerza a sus espíritus.

Ahora, los apapachan con un chocolate caliente para acompañar el pan de muerto que una vez fue corazón de doncella sacrificada. Los chamanes lo metían en una olla de barro con amaranto para después -todavía latiendo- comulgarlo, los frailes casi se mueren al ver esto y trajeron su costumbre de hacer huesitos y los primeros panes simulaban ese corazón con azúcar roja.

Huitzilopochtli, Quetzalcoatl y la Coatlicue se escondieron detrás de cruces, vírgenes y santos. Nos mezclamos. Nos quedó el color intenso y el fervor profundo, nos burlamos del dolor, nos hacemos versos deseándonos la muerte.

Nos sabemos -por milagro- vivos, y la imagen de una madre, una abuela, un hijo o un amigo, se hacen presentes en nuestro corazón mientras le servimos un tequila o le cantamos una canción.

El Día de Muertos en México nos hace sabernos vivos porque honramos, devuelve a todos su lugar, nos reúne sin frontera al cielo o al inframundo, nos iguala, a vivos y muertos…

Nos recuerda que somos uno.

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